Una temporada en fuera de juego  X

Archivos

Archivos

Buscar

Buscar

Tras las vacaciones navideñas la máquina de pergeñar crónicas se encontraba en un impasse, bien es verdad que había dejado morir de inanición un cadáver exquisito, y en su cabeza resonaba aquello que decía J.L.Borges: “Los años pasan y son tantas las veces que he contado mi historia, que ya no sé si la recuerdo de verdad o si solo recuerdo las palabras con las que la cuento”. En esa misma situación, se encontraban Tom y Jim al regreso de las vacaciones, ya no sabían si se acordaban de jugar al rugby, o si solo recordaban que alguna vez supieron jugar. Pero hay más, no saben que hoy jugarán confiados a pesar de un corazón impaciente, que tantas veces traiciona su inocente juego.

– Tom, ¿tú sabes quién invento el rugby?

– Pues un chino creo.

– ¡Qué va! Los chinos inventaron la pólvora, el tirachinas y los restaurantes chinos.

– Cuanto sabes Jim, ¿y quién inventó entonces el rugby?

–  No lo vas a adivinar nunca… Unos chicos como nosotros en el patio de su cole.

– ¿Seguro que eran como nosotros?

– Bueno algo más mayores, y tuvo que ver el director del colegio y un señor que escribió un libro que se llama “Tomás en la escuela”, me acuerdo porque se llama como tú.

– Tomás en la escuela-repite con ojos soñadores Tom-y seguro que ese colegio está en la China.

– No qué va, está en Inglaterra, y ahora viene lo mejor, está en la ciudad de Rugby.

– Claro por eso es tan complicado, lo inventaron los ingleses, mi padre dice que todos los de las islas están chalados y hacen las cosas al revés.

– Evidentemente, tienes que correr hacia delante pero pasar hacia atrás.

– Cuántas cosas sabes Jim.

– Lo he leído todo en los libros.

– A mí me gustan más los cuentos.

Así iban Tom y Jim conversando camino del Liceo, sin sospechar que hoy el viento les llevaría más allá de la perspectiva de unas  líneas puestas en fuga.

Al atravesar el parque que hay junto a la valla del Liceo, a Tom y Jim les gusta jugar a patear los montones de hojas de plátano que como manos extendidas se arremolinaron con el caprichoso cierzo. Con sus gritos y puntapiés despiertan al que duerme en la cueva, al que acecha en la cresta de la montaña, al que rula las olas en el horizonte del mar y de una bocanada los manda a primera línea en una oscura y fría noche de invierno.

Sigilosos y a tientas Tom y Jim se mueven entre tinieblas por un terreno embarrado, ni luna navegante, ni claras estrellas, ni cielos de azul nebulosa que les guíe en el ataque nocturno; sin hacer ruido se agazapan al amparo de un reventado tanque cucaracha, el aire hiede a muerto como en la jaula de las hienas, el silencio duele en la sienes. Juntos, abrazados como para entrar en la melé, Tom y Jim esperan quedos pero firmes, no saben muy bien qué, rachas de viento traen frías pestilencias de carroña. De repente, surgen ráfagas de luces rojas, verdes y blancas, un estruendo de cohetes abre sus rosas, tiembla la luz de los reflectores y en las tinieblas del cielo bordonean los aviones. Bruscamente Tom y Jim saltan como resortes y avanzan con premura sobre los muertos de las últimas jornadas que se pudren sobre los huesos ya mondos de aquellos que cayeron en los primeros días de la contienda. Los tanques surgen del bosque y se bambolean con estridente son de hierros. Grupos de soldados se adelantan desesperados en la sombra, tienen el color de la noche y se desvanecen en ella. Hay un cañoneo lento, que tiene largas y encadenadas resonancias. Con las carnes estremecidas Jim y Tom pisan sobre un montón de cadáveres medio enterrados en el barro. Al pisar, parece que se les incorporan bajo los calcañares. Los dos infantes pasan sobre los muertos llevándose su olor. Ya tocan las alambradas, y en aquel momento una violenta sacudida les echa por los aires con las ropas encendidas. Caen ardiendo, simulan dos peleles, de los cascos sale una llama azul. La sacudida dobla al uno sobre el otro. Quedan en un escorzo blando, sin horror, como dos hermanos que se besan.

En la luz del día que comienza, la tierra mutilada tiene una expresión dolorosa, reconcentrada y terrible. Tom abre los ojos a duras penas y solo apercibe siluetas en la niebla, pero Jim tiene los ojos abiertos y fijos hacia las luces del alba. Tom intenta incorporarse y en el mismo movimiento arrastra a Jim que rueda inerte bocabajo en el barro, gira el cuerpo y lo sacude entre contenidos sollozos, Jim tose y escupe la tierra que se le pego en los dientes. Por la virtud de la sonrisa y la luz de los ojos se comunican en el silencio, y acaban fundiéndose en un abrazo.

Oyen voces, pero no distinguen quién habla, están llenas de vaguedad, como si viniesen de muy lejos. Tras el parapeto del huerto ecológico al pie del muro se alzan Tom y Jim con lentitud incorpórea.

– Yo me encargo de los octopus.

– De acuerdo Patri, yo voy con los corsarios-dice Sabina.

– Estupendo día para jugar-afirma Juanjo-¿Cuándo empezamos?

Muy cerca Tom y Jim ven pasar una difusa fila de infantes, nebulosos, encorvados, taciturnos que se adentra en la jaula del Liceo. Se revela el rostro de los jugadores, pálidos, salpicados de sangre, cubiertos de lodo, con los ojos agudos como puñales.

– Venga  Jim, Tom vamos a calentar, pero de dónde habéis salido vosotros dos, ¿de las trincheras?, vaya pinta.

– Ya estamos listos Fran- contesta con un hilo de voz Jim.

Los dos campos de juego parecen resonantes quebradas, cuándo despeñados, cuándo cimeros; tienen repliegues profundos como si tomasen la forma torcida del terreno.

Los mousquetaires se agrupan nerviosos a la orden de Miguel Ángel, y forman piña antes del encuentro los Lions de Dani. Un tímido sol de invierno hiere las pestañas, Mariola pita, Fran toca el silbato y señala con el brazo el sentido de la carga. El balón ya está en juego. Las escuadras se aclaran de pronto: a veces rompiéndose por el centro para buscar el ataque de flanco, a veces bajo una ofensiva que estalla y abre en ellas brecha como en el fuerte muro de un castillo. El choque violento arrasa la línea de ventaja: unos, caen al modo de peleles recogiendo grotescamente las piernas; otros, abren los brazos y quedan aplastados sobre la tierra; otros, se doblan muy despacio sobre el hombro del camarada. Cuando el mar inunda el campo desde la touche, flotan entre aguas, una ola los levanta en la espumosa cresta, otra ola los anega. Los cuerpos vienen y van con la resaca. Caen los primeros heridos, uno hay que no tiene cabeza; otros descubren en el vientre y en las piernas lacras amoratadas, casi negras; las lágrimas se mezclan con el sudor acre sobre los labios resecos y lacerados, las encías sangran, el dolor es crudo pero sordo, los jugadores aprenden a soportarlo, eso les hace más fuertes y se inflan como velas llenas de viento.

Los corredores están llenos de vida, de movimiento, de voces y de lodo. Las tropas acantonadas en la retaguardia sienten el impulso unánime de correr hacia delante: los jugadores abren el corazón a la victoria y en medio de la lucha, una vena profunda de alegría recorre los corazones. La gran batalla se quiebra y disloca en acciones parciales, en marchas, en flanqueos, en sorpresas, hasta desvanecerse por completo en el tumulto del cuerpo a cuerpo. Los jugadores se incorporan con rumor de ganado, los ojos cargados de visiones.

Mientras al otro lado del vallado funciona la logística del almuerzo, un maul a la deriva se desmorona las tripas de cascotes, bajo su peso surgen las piernas  de Mauro que son negros garabatos, el tobillo siniestro maltrecho.

Son cuarenta y ocho chicos alegres y entumecidos, cuarenta y ocho voluntades sumisas al destino de un balón. Avanzan por los campos anegados, resbalando, cayendo, levantándose, cubiertos de cieno, resignados al viento, a la lluvia y a la muerte. Son actores sentimentales de un melodrama casi olvidado, donde son siempre los traidores, los príncipes y los reyes.

Continuará (…)

Por Albert