Pulgarcito y el malvado ogro XX – Crónica de los S10

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Sábado 4 de mayo.

 

Era un sábado por la mañana y sonaban en la cabeza de Chino los cencerros, es verdad que los muchachos también se reconocían unos a otros por el ruido de las mandíbulas. Olía a tierra. El aire estaba salado, venían bandadas de semillas aladas de principio de primavera y pequeñas bocanadas de polvo blanco. Juanito ya sabía lo que era oír cencerros, campanillas en el coco, sentir el beso frío de la diosa de piedra; por eso, al ver a su amigo Chino tendido en el piso, se compadeció, dejó de perseguir la pelota y se acercó al durmiente. Le susurró al oído: -“No temas, la señora guapa cuidará de ti”. Pero Juanito no contaba con que Chino era robusto como una teja de las de antes; se incorporó de inmediato como si tal cosa y arremetió por la puerta de la primera melé abierta a su alcance. Juanito sin pensárselo dos veces siguió sus pasos.

Atravesado el umbral se oía el entrechocar del hierro, se oían apagados choques de cotas de malla, sordos golpes de armas y en el campo había un chirrido desacostumbrado, a veces también se oía un batir de alas mojadas. Juanjo y Ángel enfilaron la línea de touche con redes llenas de pelotas, por si acaso a los chicos les daba por jugar distraídamente al escondite, y desde luego a ellos les llegaron como caídas del cielo.

Los contrarios huían por las breñas y se amontonaban alrededor. Había grandes charcos y las ranas se lanzaban en ellos de cabeza y a cuerpo descubierto. Chino también se lanzó y salpicaba como un pájaro que se baña aleteando en una rodada llena de agua; Juanito chapoteó mientras agitaba los brazos como aspas de molino. Los chicos cuando se divierten tienen gas y madera pintada encima de la cabeza. Después Chino sorprendió a un contrario intentando rascar un balón entre los cascotes de un maul derrumbado, y un mal deseo subió hasta su corazón. En su cara desnuda vacilaban unos ojos inciertos, ojos negros agitados, palpitantes  ventanillas de la nariz, temblor de labios… de pie, tenía los brazos separados del cuerpo. El balón sonaba agudamente bajo los dedos del jugador como si lo hubiera herido. Chino se abalanzó sobre el desprevenido contrario, la mano apoyada en el sitio en que late el corazón, su sombra cayó agitada por el fuego, moviendo los brazos como las palpitantes alas de un pájaro que se asfixia; murmuró palabras malignas, fue un acto brutal y cruel.

Los chicos que cambian de piel tienen libertad para equivocarse, pensaba Carmen. A lo lejos se oía la triste llamada de un perro salvaje, pero el sonido de aquel eco murió rápidamente, y surgieron del misterio pájaros extrañamente coloreados. El cielo era cálidamente azul, un azul turquesa muy pálido y un delicado y tembloroso verde. Los pájaros salían volando de los arbustos y lanzaban roncos gritos. Luego estaban aquellos que todavía no habían entrado en juego, parecía que el sueño vino a besarles la frente con anillos de electrón, sueños pesados, pájaros nocturnos del cerebro. Los demás jugadores desfilaban como imágenes fugitivas, jinetes de escoba con ajadas bocas de piedras grises que mascullan sutilmente y sonríen de labios afuera. A la media parte Chino se acercó a la banda, el pantalón deshilachado le colgaba alrededor de los muslos, manchado de posos de vino, se limpió las puntas de los pies, mientras contemplaba la tierra con ojos que estremecían. El agua de los aspersorios, al correr había lavado y amontonado los restos del combate. De las querellas sangrientas quedaban atormentados surcos y hierbas estremecidas que revolvían la sangre. Muchos en la espera bebían de la botella con la cara entrapajada, y tomaban el aspecto sorprendido e inquieto del que maneja un objeto peligroso. Otros eran felices de poder rascarse por debajo de la camiseta y el pantalón de lona.

Esa mañana Juanito corría, los tendones de sus miembros se le trasparentaban bajo la piel, cabalgaba cerrando los ojos al amor de la lumbre, con la nariz vuelta al viento, deslizándose por el campo como las moscas que dan luz. A Chino su amigo Juanito le parecía un corredor esbelto, nervioso, de tobillos de acero y fuertes puños, que huye paralelo a las nubes sujetando el balón con los dedos abiertos como un hombre que se ahoga. Casi siempre en el mismo sitio y con el mismo sonido de un niño que nace, se arrancaban a correr los chicos; escribían en el agua jugadas inasequibles con plumas de balón, tenían fiebre y golpeaban con la cabeza y los cuatro miembros. Trastornados por el calor apresuraban el paso, agitaban los brazos, gritaban palabras confusas, reían, lloraban y movían la cabeza como alienados. A la luz de las llamas, cuando lanzan resplandores amarillos, parecían jetas de cerdos asomándose en las claraboyas del tercer tiempo. Cuca sintió un estremecimiento a lo largo de la espalda, todo su cuerpo poseía una graciosa delgadez, como las chicas que duermen sin apretar las rodillas.

Nos pillaron en un renuncio, nuestros labios estaban medio cerrados como para besos infantiles, tiempo de inocencia en que éramos niños. Veremos la puesta de sol en la zona de marca y estaremos llenos de barro, sucios, colorados, contentos…

 

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