Viernes 8 y sábado 9 de marzo.
Aquel aciago día a Pepe le brillaban los ojos, y los levantó de la tierra para descansarlos en los de su amigo Víctor Escalle; y sintieron en su corazón y en su frente la sequedad del golpe que les negó ese balón que brillaba en la oscuridad.
Pocas horas antes los carruajes de oscuros fierros alcanzaban el norte, hacia otro país libre, guiados por una luna mentirosa, y no me refiero a nuestra Luna, si no a la de todas las noches y los días. Por el camino un descanso para cenar, donde unos esperaban la comida y otros la perseguían entre las mesas; solo Juanito apartó cuidadosamente al borde del plato cuatro macarrones, como si fueran sus garbancitos color de pan.
Ya en el hospedaje montuno, entre pinos y carrascas, en el silencio nocturno las pisadas de los niños parece que resuenan en las losas de venerables castillos; hasta que les entró la modorra y hacen la marmota; otros damos cabezadas en un sopor de duermevela. Pero llega la mañana que se adivina reluciente en el perfil vegetal de la sierra; hacia los campos de juego, como iban solos y huidos, no les parecían los lugares los mismos del otro día. En el polideportivo todos corrieron alegres como cuando salen del colegio y van al entrenamiento, las cinco y media de la tarde de entonces.
Tras las fotos en el cartel de los intereses creados, llegaban los jugadores al campo de juego con un ruido fresco de máscaras cortadas y pájaros que huyen. A los entrenadores nos sobrecoge el desamparo de la pelota en la mañana tan grande, tan clara. En los primeros partidos los chicos experimentan con el juego plebeyo de la calle en la quietud de las distancias, y se remontan los gritos y se hunden en la claridad de la mañana azul.
De nuevo estampas de colores vivos, Carlos salta y corre como si dejase todo el equipo detrás; cae fulminado Jaume por el rayo del placaje, pero se levanta revibrando como una espada y acomete el primero que se cruza en su camino. Jugando con las dulces añagazas del maligno, por favor Marquitos López como Monsieur Passe-partout; pero aun así Pau Conde se acongojó, sintiéndose entre ellos, creyéndose entre ellos para siempre, chillando, sudando, oliendo lo mismo… y para aliviarse se asomó al precipicio de la touche, había adivinado la intensidad mordente, eléctrica del melodrama vespertino, una vez los campos quedaron solitarios.
Todavía resonaban los ecos de las largas zancadas de Álvaro y el ruido de cuchillos, cuando muchos párpados se estremecían esperando el sonido agudo del silbato liberador. Y de repente había gritos de fauces rojas, y el juego tenía color de roca viva. Los jugadores corrían y corrían para asomarse pronto al fragor del juego; las melés despanzurradas estallaban en miles de golpes aparatosos, los maules eran huesudos, deformes, erizados de manos convulsas. Al final de largas carreras había cierre de placajes explosivos, y el aire se llenó, como el horizonte, de olor de rugby crepuscular; incluso Nacho se unió a la pelea con la certeza de que ganaría sus espuelas de caballero.
En lo hondo del combate agónico bullían unos jugadores, los jugadores que viven en las maneras trágicas, en las jugadas desventuradas, y se quedan mirándose entre la niebla dormida, soñando con aquel balón que escapó para siempre; hasta que Manu Ortiz, superviviente de todas las batallas, rescató aquel balón huérfano, y con manos frágiles y corazón caliente, se arrojó, llevado por el empuje de un equipo entero, en la zona de marca, para que estallase en júbilo todo el pueblo.
Recuerdo que vivir momentos como estos reconforta el alma, pero consume el cuerpo; Cuca y Sonia acudían sofocadas a los chicos, que ya se rendían a los placeres del tercer tiempo. Los niños, como los hombres, ya no son como lo fueron ayer, tampoco después del invierno, ni tras este viaje.
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Rugby Club Valencia
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