Pulgarcito y el malvado ogro XI – Crónica de los S10

Archivos

Archivos

Buscar

Buscar

Sábado 26 d enero.

¿Amanecía? Amanecía. Amanecía en Beirut.
– No te soliviantes Chino, que mi Comandante no conoce el miedo.
Pero en las afueras de Beirut, la voz del Comandante se confundía con el ladrido de los perros en el campo dormido, ahuecando sus templados gritos en el cartón de sus manos. En las islas salobres, y por las quebradas verdes no había rastro de jugadores, ni pelotas, ni se oían cantar más chicos que los que estaban aupados a los árboles o en lo alto de las tapias peinadas de vidrios.
– Si caen lejos de aquí, que digan que están dormidos y que los traigan acá – ordenó el Comandante.
Y venidos de quién sabe dónde, hicieron su aparición los jugadores. Pronto se agarraron a machetazos, golpes fríos y mordiscos. Chino se revolvió a dar con la culata, y de remate Juanito cayó al piso como si le hubieran disparado en la boca abierta. No tuvieron la mala maña de arrendar para el monte, más la pericia del Comandante logró que salieran ilesos de la emboscada, en este golpe fallido. Luego se dieron varias noticias de jugadores desaparecidos…

Cuando el sol resplandeciente apuntaba al cenit, apareció la bruta soldadesca. Algunos no se les podían coger ni con tenazas, tal era la pringue que les manchaba el alma. El desaliño y la mugre también alcanzaba sus ropajes, sus caretos y el negro de las uñas. Más de uno parecía recién huido del campo de batalla. Alejandro Benedito quedó tuerto, otros cargaban pelotas a la derecha, aunque solo unos pocos eran siniestros de manos y torcidos de botas.

En el primer enfrentamiento Axel, con las greñas rubias escapando del casco negro y los brazos engarruñados, no pensaba más que emborracharse de pelota, y ganó algunos balones, pero los demás se le fueron por el caño de las apuestas; y tuvo que dedicarse a perseguir fantasmas y placar hombres espantadizos. Apeñuscado como una bola de carne Jaume desafió a toda una falange, y en el tercer envite, y después de tener que morder el polvo, se irguió lleno de valor ante la vida. Jaume e Iker resultaron un par de entejanados que se llevaban bien, frente a los contrarios que parecían cocolotes de corral. Y cuando tras la última escaramuza los infantes del palenque se retiraron con los ojos encendidos y la guardia baja, la caballería cargó sin previo aviso sembrando el terror en las filas enemigas; y es que las cosas habían ido tomando altura. Quizá por el arrastre que tenía con los largos pases, Pablo Endersby consiguió encender un ataque clarividente; luego siempre lucido Mateu, con su carita pícara de no haber roto nunca un plato, se aferró a la pelota, como si hubiera besado otros labios buscando nuevas ansiedades.
Con el encuentro mediado algunos se quedaron como agazapados detrás de unas piedras grandes y boludas, todavía resollando fuerte por la carrera.

A quemarropa estalló la tercera descarga, haciéndoles brincar hasta el otro lado de 22, hasta más allá de los caídos bajo su propio fuego. Entonces Teo se enrocó, y en el desenfreno de su carrera algunos de los contrarios se quebraban con un crujido de huesos, los que le escoltaban llegaron al borde de los cinco metros y se dejaron descolgar por allí como si se despeñaran. En los últimos compases del partido sintieron el agua fría de la tormenta que estaba cayendo en Beirut, esa noche que entraron allí y arrasaron el campamento.

…- ¡Cierren las puertas! – gritó el árbitro, al reanudarse la pelea.
Y que no pasé ni el hijo del diablo, pensó el Comandante. Pero poco a poco la pelota, en el baile contrariado de un maul, se dobló hasta morir, enferma de miseria.
– ¿Estamos muertos Juanito?
– No Chino, pero me pregunto, ¿quién ha perpetrado este atropello?
– Creo que una suerte de fantoche.
– Yo diría más bien que alguno con manchas en los calzones y que faltó a la verdad.
– Puede incluso que sean más de uno, esto parece obra de un grupo de malhechores.
– Amigo Chino no somos nadie.
– Al menos tú tienes nombre de héroe.
– Sí, pero nuestros amigos son de carne y hueso, y nosotros palabras que se lleva el viento.
– ¿Tú crees que los entrenadores saben algo?
– No sé, pero no me extrañaría que estuvieran detrás de toda esta basura, porque al fin y al cabo, cuando Albert deje de creer en nosotros, ellos se apagarán también.
Cuando salieron de la cantina estaba a punto de romper el alba.