Más crónicas de Matusalén
(Enero de 1991).En nuestro anterior comentario, hablamos de lo que había sido la creación del club, sin embargo hasta llegar a lo que hoy somos ha tenido que llover mucho. Hoy en estas líneas quisiéramos rendir homenaje a todos aquellos que a lo largo de estos cinco lustros han pasado por el Club en sus inicios. Unos lo hicieron fugazmente, otros dejaron su impronta entre nosotros pero se desvincularon mientras que algunos permanecen en el seno del Club. Sin embargo todos y cada uno de ellos aportaron algo, construyéndose con ese sedimento nuestro Valencia de hoy.
Sería injusto que no recordásemos algunos nombres propios de aquellos “históricos” que, en unas condiciones de precariedad notables, se entregaron de lleno, no solo a jugar con su equipo, si no a hacer lo que fuera necesario para ayudar desde vender lotería hasta buscar publicidad empresa por empresa para la primera publicación del Club allá por 1967, pasando por quitar piedras del antiguo campo de la Pechina o poner y quitar sillas del ismo para la celebración del Trofeo Fallas.
La portada del anterior número de la revista venía ilustrada por la primera fotografía oficial del Club, el día que se estrenó el primer juego de equipajes de que dispusimos. Difícilmente podríamos entender hoy lo que significo ese día para los que tenemos la suerte de recordarlo. Una anécdota: los dos pilieres que jugaban en la mêlée, deseaban fervientemente ostentar el número 1 en su camiseta. Momentos antes de que llegase el equipaje al campo acordaron en un pacto de honor, que aquel que primero encontrase la dichosa camiseta la ostentaría para siempre. La llegada del viejo Dauphine del entonces entrenador, Pepe Francés, supuso una dura batalla en pos de la camiseta, siendo quien esto escribe el que tuvo la suerte de hallarla, teniendo el honor de defenderla muchas temporadas aun en puestos diferentes del de pilier.
Retomando los nombres de algunos históricos del Club, se nos hace difícil olvidar a alguno de los jugadores más destacados de los primeros tiempos tales como: Aragó, un apertura genial; Carpio, placador impecable; Chueca, zaguero de estilo; Carlos Francés, la técnica; Belda; Barón; Puchades; Álvaro; Juan Pérez; Paco Pérez; el inolvidable Gaby Albors… y tantos y tantos otros jugadores que pasaron a lo largo de estos 25 años.
Tampoco sería justo olvidar a aquellos que sin haber jugado han aportado su quehacer importante y en ocasiones fundamental como: Pepe Francés Sr.; o Juan J. Lerma, primer presidente del Club y único poseedor de la medalla de oro del Rugby Club Valencia (medalla cuya historia contaremos algún día); José Soler “el Feo”, o aquel entrenador José Soria (q.e.p.d.) de imborrable recuerdo para los que tuvimos la fortuna de convivir con él. No obstante, el espacio en esta revista sería insuficiente para contener los nombres de todos aquellos que nos han honrado con su pertenencia al Club. ¡¡NO OS OLVIDAMOS!!
Matusalén.
El autobús.
Agosto 1992. Acaba de caer en mis manos el calendario de la presente temporada. Instintivamente, como cuando estaba en activo, lo primero que busco son los desplazamientos: Ordizia, Oviedo, Santander, Irún, Madrid, Barcelona… Todos con un denominador común: el autobús.
Como en la calle hace un sol de justicia, decido sentarme y divagar sobre el tema. ¿Se os ha ocurrido pensar la cantidad de kilómetros soportados por unas posaderas después de 25 de años de rugby? ¡¡Uff!!
Cierto es que cuando se fundó el Club ya existían los autobuses, lo juro, si bien no es menos cierto que entonces hubiera parecido que se hablaba de ciencia ficción al contemplar los actuales autobuses con su bar, TV, video, asientos reclinables etc. Si a todo esto añadimos el estado de las carreteras, nos encontramos que para ir a Madrid o Barcelona, no tardábamos menos de siete horas y si el viaje era, por ejemplo, a Gijón la salida se realizaba el viernes a última hora de la tarde, para llegar a media mañana del sábado. Mi primer desplazamiento como jugador lo realice a Zaragoza, perdiendo casi todo su aliciente el hecho de que, por ser el novato tuve que aliviar, durante gran parte del trayecto que estuvo lloviendo, la gotera que pertinazmente impedía al conductor cumplir su cometido con eficacia.
La penuria económica en que, ya entonces, nos movíamos nos llevaba a contratar microbuses, es decir, 17 asientos montados sobre el chasis de una furgoneta, más o menos, y en los que si rebasábamos el número de plazas, se colocaban en el pasillo tantos taburetes como plazas hicieran falta. De aquel entonces destacaban el microbús de Cambronero por sus corrientes de aire, las cuales eran soportables debido al hacinamiento general, y el de Baudilio, del cual podías bajarte en marcha, tomarte un par de cervezas, charlar con las gentes del lugar y todavía lo alcanzabas. La lista es interminable de esos viejos cacharros.
Sin embargo, y en un viaje a Barcelona para enfrentarnos al Cornellá, ocasionalmente, tuvimos la gran suerte de contratar un recién estrenado Setra (maravilla del diseño por aquel entonces) propiedad de un excéntrico conductor llamado Rogelio Santiago “Lele”. Años más tarde “el autobús de Lele” iba a convertirse en algo tremendamente entrañable para todos los que vivimos aquella época. Al autobús, de 50 plazas, se le habían eliminado algunos asientos, con lo cual la distancia entre estos era mayor, aumentando de esta forma la comodidad y permitiendo la instalación de una gran mesa en la parte posterior a modo de salón. Este era sin duda el centro neurálgico del bus, pues en él se celebraban las grandes timbas, las tertulias y hasta las confesiones personales y públicas postpartido, escuchando desde ahí las rascadas que sufría la maltrecha caja de cambios del “camión”, provocando el generalizado grito de ¡Rasca Lelis!, o ¡Este camión no anda!, con el consiguiente cabreo por parte de Lele, que como venganza, conectaba la calefacción, que no debía ser otra cosa que los humos del tubo de escape, obligándonos a viajar con las cabezas fuera de las ventanillas. Calefacción que por otra parte no era necesaria, ya que a la llegada al lugar de destino, era costumbre generalizada el comprar el diario más grueso del lugar, para al regreso celebrar auténticas batallas que se prolongaban hasta Valencia, y que unidas a las timbas y las tertulias hacían de los viajes algo tremendamente divertido, y más participativo, que la simple contemplación del video de ahora.
Matusalén (Alfredo Bonilla Picher).