Una temporada en fuera de juego XXI

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Cuando el cielo está encapotado, cubierto por una fina y blanquecina telaraña, tras la cual se adivina el disco solar que pugna por brillar esplendoroso, Tom se suele poner melancólico, como aquejado por el dolor de un amor injusto, como emponzoñado por la pérdida de ese primer amor que ha visto dolorosamente truncarse por un acontecimiento insospechado. A Jim sin embargo nada le afecta, ni aunque se venga el cielo abajo, él siempre parece inflamado por el primer amor, un amor súbito y apasionado, cada día es el primer día de arrebato, de llama amorosa, de ciega ilusión.

Así que esta mañana de primavera Tom solo deseaba tumbarse en la arena como despojo del mar, oír el rumor de la resaca que se repite sin fin, oler el salitre hasta quedar ahíto, escuchar las voces cantarinas de sus amigos que corren y brincan, soñar la dulce compañía de las preciosas Adriana y María. Los entrenadores le instan a participar, Jim le anima a jugar: -Ven, veras lo bien que nos lo pasamos, vamos a jugar contra los padres. Tom está cansado desde el desayuno, dice que se ha hecho daño en un pie y no puede correr. Sin embargo Jim rebosa de energía salta y corretea como el que más, se revuelca por la arena, en su ímpetu a más de uno le ha hecho asomar la raja del culo. Algunos acaban como guerreros africanos, otros parecen litófagos de bolsillo en la Malvarrosa.
Los mini partidos son barullo de corridas entre nubes de arena, son peleas callejeras donde la razón del más fuerte es la que vence, batallas del pasado donde el más valiente poniendo en grande riesgo su vida consigue rescatar a la princesa encantada.

Y mientras Tom vivía en una cárcel de amor, en la playa Jim no tenía ojos más que para la pelota oval. Y llegó la hora del baño, una mar rizadilla que apenas besaba la arena resbalando sobre la playa húmeda, invitaba sin ruido ni alharacas al baño tibio de algodones prendado. Y entonces recuerdo como Jim tiró de los brazos de Tom para ir juntos al agua, y que si bien entraron con remilgos al principio, al poco ya disfrutaban como peces plateados en la mar marinera.
Se veían los bañistas como rosarios de cabezas en la lámina acuosa, pero no podía apartar mis ojos de tu sonrisa lisonjera, de tus ojos cendrozarcos de tus muslos de jabón; en el horizonte barquitos que bailaban.

-No son barquitos -me dice Tom-es que están muy lejos.
Por la orilla de espuma pintada paseabas con el vestido arremangado como matrona romana en flor, y Tom abrió los ojos sin medida, ¿qué pasaba por su cabeza?

Los chicos ya regresaban del baño como de un desembarco ridículo, de un alegre naufragio, llegaban con sus pasos borrosos sus caritas de contento, y atravesaban el improvisado terreno de juego, donde todavía algunos descifraban en los hoyos de arena pases certeros y carreras a contrapié. Ya todos se reunían junto a la carpa y limpiaban con delicadeza sus pies doloridos.
En la orilla de la mar se adivinaba un apelotonamiento de viandantes, alguien comentó que había aparecido el cuerpo de un ahogado. Iñigo reconoció la silueta robusta del inspector Jem Mackie. Cuando era pequeño creía que los muertos no tenían nombre, eran como el soldado desconocido al pie del monumento conmemorativo; con el tiempo descubrí que se podían llamar: abuelo, yaya, tío, tía Consuelo, primo, hermano, mamá, papá, Manolo, Juanito, María Luisa, Mari Carmen, José Luis, perro o gato…incluso se podían llamar Jacques Mornard o Frank Jackson.

Continuará (…)

Albert