Pulgarcito y el malvado ogro XXI – Crónica de los S10

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Sábado 11 de mayo.

Bien porque tengan las piernas más largas, o bien porque las mueven más deprisa, lo cierto es que las carreras y los intentos de nuestros muchachos eran frecuentes en el campo verde contrario, más que en el árido desierto al otro lado de la línea de veintidós.  Y aquella mañana corrían de lo lindo.

Toda la mañana olía con fuerza, olía a barro pero  no había llovido, olía a cuero pero no había carne en pellejos, olía a sudor de pura sangre pero no había caballos; solo gente corriendo a matacaballos, por atajos de nunca acabar, tierra sin caminos. En un campo erizado de pendejos sonrosados, jóvenes y delicados pitaba Mariola mareada por la peste del ácido fénico, los efluvios de la melé y el hedor del ruck. Tenazmente, pero sin prisa, suavemente, pero con reiteración, entregado a la acción de la muerte Diego, con todo el costillar marcado en relieves y sus rodillas sonrosadas, permanecía en el serrín de su viaje. Con ojos de pájaro asustado se tiró al agua y rescató del fondo de la luz, la pelota que durante años se había perdido en la oscuridad.

A casi todos se les había cerrado la voz, y el juego discurría en un silencio tan oscuro, que podíamos oír el latido recóndito de sus corazones (muchos por no hablar se quedaron sin balón). Bajo un cielo impávido el campo de juego era pradera tendida entre la luna de un espejo y el severo perfil de una cruz de madera. Mientras tanto otros afilaban sus uñas en los primores de la lucha y deshilachaban el juego habitado por lebreles, caballitos y conejos. Todos saben que Alejandro Aragón tiene habilidades para el quite, pero en el primer envite una jugada diluida en un vino sin color se le pegó al cuerpo como un mal sin remedio. Aunque sigiloso e imprevisible, en medio de la rebatiña, Alejandro compró al viento su cabello con ondulaciones románticas, y recogió sus pasos para imprimirle a su carrera un tiempo y una medida, un compás y una secuencia que le llevaron por un camino alpestre a la playa de los ensayos.

El sol de mediodía se quedaba inmóvil en el centro del cielo. Contradictorias pulsiones gobernaban a los niños y les conducían al ataque y la destrucción, mediante el inevitable método infantil de jugar a hurtadillas, desobedeciendo las normas. Derribado por una sombra anónima Jaume quiso salir de su propio espanto; Juanjo fue a su rescate y lo asió con delicadeza, no del brazo o el codo, sino del antebrazo, arriba de la muñeca, como las viejas fotografías que muestran al agente policial con su detenido. Algunos llevaban jugando allí más de un año al menos, siempre pensando en la vida, atraídos por el clamor del juego. Cuando parecía que empezaba el verano, Víctor Manzano golpeó. Pero la puerta no se abrió en medio de los golpes. Los demás estaban en puntas de pie y se golpeaban unos a otros, mutuamente, y se pegaban pecho a pecho, el balón entrambos. Víctor corrió, respiraba y ocupaba espacio, con su rostro delgado y ágil, los cabellos alborotados, hizo un movimiento sin mirar siquiera, desplazando con la otra mano el balón; fue una pausa, una tregua, un instante infinitesimal, tan fugaz que probablemente nadie lo había notado. El partido iba como un río.

Ángel ya había advertido que llevar una cabeza sobre los hombros comportaba una responsabilidad. Muchos no se saben demasiado listos en el juego, y nunca han intentado tampoco serlo, pájaros fosforescentes que se escapaban en tropel y volaban enloquecidos. Lejos de sembrar ideas desaforadas en su corazón, Arnau se topó con un pedazo de balón que parecía mármol. Y tuvo el presagio inexplicable de que algo iba a pasar. Lanzó el balón con tanta fuerza y tino que el primer impacto derribo al árbitro Fernando, luego alcanzó a dos delanteros que buscaban margaritas y por último a un tres cuartos ala que se había puesto allí para no molestar y por si acaso le llegaba un balón perdido, y el balón acabó impactando mansamente más allá de la línea de touche contra Cuca; que en ese momento se veía alta, rubia y bella; para Arnau, en el esplendor de la primavera Cuca le parecía bella, elástica, con la piel del color del pan y los ojos de almendras verdes.

Con el corazón alborotado tomó Mauro un balón de peluche, y antes de tirarlo a la basura, ajeno al prodigio, entre músicas y voces de júbilo, encontró un amor sin sosiego. Y mientras los contrarios intentaban limpiar su desengaño al baldazos, Pepe saltaba sobre piedras grandes, para no dejar encajadas las botas en las profundidades de las huellas de los ogros. Ya vencida la mañana olía a pólvora y sangre, algunos se dispersaron hasta la mañana siguiente y otros se hacían el desaparecido, huidos sin más delito ni exceso, quemados por la sal de los golpes, engañados por el diablo, en olor de rebaño, como perros ladrándole a la mar…

 

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