Pulgarcito y el malvado ogro XIV – Crónica de los S10

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Sábado 23 de febrero.

 

El país del río es una lengua de tierra que baja hasta el golfo, y está ordenado en jardines y alamedas muy redondas, y entre majadas iban las aguas del Túria. Prados y huertecillos se suceden hasta el mar de grúas del puerto, y en esos predios verdes se embosca la canalla.

Era una mañana de febrero, había en el aire un penetrante tufo de cachorros de Sándokan. Los infantes, en impaciente silencio, acechaban la señal, el sonsolinete que les libraría de la tediosa espera, como si se les retirase de la cara el color de la vida y les anunciaran la muerte.

Parecía que los comandantes conducían un piño de hombres al morir. Con solo veintiocho cazadores caminaron por marismas y manglares  hasta dar vista a un cementerio abandonado, que otrora fuera noble campo del honor. En el erguido baluarte el pelotón de Íñigo hacía ejercicios a lo largo, huyendo del fuego pesado. Los chicos encaramados en el baluarte de abajo, hundían las miradas en las disipadas verdes y la arena negra que formaba la resaca entre  el contrafuerte de la muralla.

El grupo de los rapaces entró bamboleando. Corrían gatos. El espectáculo se proyectaba sobre un silencio tenso, cortado por ráfagas de popular algazara. Están prontos los jugadores, caballos para la fuga hacia el mar. Fue un desgarre simultáneo con súbita violencia, en un disloque atorbellinado de las figuras. Rodrigo, en alborotada cornada, atropella y se mete por el hueco, llevándose a rastras dos cuerpos y medio. Y tras el violento tirón los del san Roque, que en vano se lanzaron a pararle, sintieron el dolor del cuerpo que rebota en los guijarros.

Desde la banda del campo descarado, Cuca y Carmen observaban ensimismadas a la prole probar el pie en los balones. Algo presagiaba una fatalidad religiosa poblada de espantos, cuando el árbitro se afligió sobremanera al comprobar que se había puesto fuera de la ley el San Roque.

Todo en el blocao era boleto de sombra. Con automatismo de fantoche Niño Mateo se retiró de su puesto para dar el relevo al Chino.  Chino se acercó a las lindes del escondite y los ecos de una galopada rodaron por la matutina campaña. Al poco rato Nacho y Juanito traspasaron la poterna, entre la escolta de jugadores cetrinos y barbudos. Al cruzar la poterna, los dos compañeros alzaron la cabeza para hundir una larga mirada en el azul remoto y luminoso del cielo. Se dieron la mano, y par a par en el córner quedaron un buen espacio silencioso.

Juanjo se alzó como Cristo redentor mientras miraba alucinado la insomne palidez de Jaume; también sentía cubierta su fortaleza con una nube de duelo: tenía los ojos en los balones. Todos anhelaban que el mar devolviera a la tierra sus héroes, Ángel refrenaba los muchachos y la oscura expresión del semblante, y el sofoco de la voz se metía, afanoso, en los hierros. Algunos suspiraban, con los ojos cuajados de nostalgia, sintiendo como algo lógico e irremediable las palabras del comandante, en aquel blocao de soldados orgullosos de reír. A la espera del enemigo tirante, para pasar el rato, Pau Fernández se puso a estudiar la geometría deslizante de la arena negra y la estructura cristalina de un castillo. Y en eso que salió la guardia y sonaron cornetas, todas las miradas febriles se dirigieron al horizonte del ojo del puente como para adivinar a lo lejos la polvareda que precede a la caballería.

– ¡Mi Comandante, ya vienen río arriba!

– ¿Y quiénes son, Tatami o UCV?

– Al Tatami ya lo despachó el pelotón azul, llega la UCV, pero no alcanzo a ver el número.

– ¡Tocad zafarrancho de combate! ¿Qué te pasa Mario?

– Creo que me ha bajado el cuerpo.

– Vaya, toda la mañana esperando, y ahora te entran ganas de cagar…

 

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