Pulgarcito y el malvado ogro XIII – Crónica de los S10

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Sábado 16 de febrero.

 

Tras el merecido descanso, todos estaban esperando en la dársena el momento de zambullirse en el agua helada y alcanzar su lugar preferido de divertimiento: el casco oxidado del viejo submarino. Pero nadie se movía, todos esperaban a Juanito, que se había convertido en el jefe, en el maestro de ceremonias, sobre todo para los de primer año. Y por fin apareció sin camiseta, con la toalla al cuello, y Chino escoltándole con su elástica naranja, tan orgulloso de su amigo.

Y ya todos juntos metieron mano al hierro, en vísperas de la pelea. Solo entonces se atrevieron a entrar sin embestir directamente la línea defensiva, como querían los más resueltos, pero también los más estúpidos, ni desquiciar como bueyes la puerta del eje profundo, como otros proponían; pues fue suficiente que Juanito quebrara el espacio con un simple movimiento de cadera para que cedieran como muros carcomidos, que en los tiempos heroicos del equipo habían resistido el embate de las olas y los cañones.

Mirando su magnífica estampa, le preguntó Chino a Juanito:

– ¿Es Pablo Masmano un instrumento de la fe?

– ¡Alabado sea Dios!

Luego se puso a contar Chino maravillas de una jugada de Marc Trullenque, plena de mesurado arrojo y con aparente determinación, sin embargo Marc seguía mirándonos como Juanjo, cuando se asoma el viernes por la mañana al interior de su frigorífico.

Aunque hoy era día feriado los muchachos apatrullaban por los campos de juego como desertores del balón. En el primer asalto Asier quedó prendado por el juego, sin adivinar que  ya era pelota paseada; su colega Thiago, luchador extremista, se soltó sin querer del primer placaje, corrió alocadamente hacia la línea de marca como pájaro herido que aletea contra el vidrio, trompicando y cayendo finalmente al suelo, donde se removió, aturdido, rascando el piso con sus brazos extendidos, la pelota definitivamente perdida.

Chino, soñador alucinado, por andar en la vagancia, perdió un balón que tenía ajustado bajo el brazo; luego apareció vencedor Juanito, pero la verdad no sé qué veían los chicos en él, pues siempre andaba desvelado por mundos entrevistos. En el siguiente asalto sus ojos se dirigieron  sin querer al punto caliente, su imagen se retorció en la móvil luz, una mano sucia asomó por debajo del ruck y soltó una pelota viva. Era una sugerencia, un desafió, y Juanito, haciendo caso omiso al Chino, se adelantó vivamente para tomarla. Juanito tenía humo en los ojos al encontrar la pelota, oía la voz distraída del Chino que le decía: – ¡Pásamela, pásamela! Pero perdido en la niebla del vertiginoso juego, Juanito no vio venir el golpe certero que le alcanzó la nuca. Se desplomó blandamente, pero sin perder la pelota, limpiaron de escombros la melé abierta, mientras él caía en el pozo oscuro del K.O., en los brazos de la diosa de piedra. Al Chino, que era grueso y fuerte como un ladrillo, se le escapó una lágrima de dolor al intentar levantar a su amigo flaco y quebrado como una caña.

Pero por ahí ya andaban otras fieras en la carrera de los hombres, los ricos contra los pobres, tocando a las puertas del cielo azul, como si fueran un caso perdido. Estaban preparados los equipos insurgentes y los jugadores se agarraron, en el mismo instante el sonido del silbato restalló como un latigazo en el silencio blanco. Sergio Puerta inclinado sobre el balón, volvió su rostro paralizado hacia sus compañeros. Pero no había nadie en el eje, ni en el cerrado ni a lo largo. Otro pitido. Y todos los jugadores se agitaron, pájaros surgidos de las copas de los árboles, y sus sombras barrieron el camino como una estampida de caballos cimarrones.

Del estiércol de una melé en descomposición floreció la pelota del tamaño de la cabeza de un hombre. El suplicio en el carbón del desafío era candente, en el campo contrario los jugadores caídos en el estrépito del maul se movían lentamente como cadáveres hundidos en aguas cenagosas; otros resbalaron en tierra bruta, de la que ara el ganado. Algunos que observaban de cerca el duelo, les pareció ver destellos de tragedia clásica, únicos, inefables, trascendentes… Después del golpe helado Mauro parpadeó, sintió el gusto amargo de su lengua y no se movió.

Crucé la mirada al otro lado y allí estaban como espantajos dispuestos a cumplir las órdenes sin pestañear. Fue increíble, emocionante, Sergio Moreno agarró a un pobre contrincante del cuello, lo hizo con firmeza y decisión, y cuando el desgraciado tenía a punto de explotar las venas del cuello, Sergio se apiadó de él y lo libró de su sufrimiento estampándolo contra el suelo con mucho tino y delicadeza, y le obsequió al árbitro con una bonita sonrisa de disculpa. Le llamé a la banda, y se acercó con su rostro mal encachado, sus andares de perdulario y ese balanceo de hombros que le dan aire de revolucionario:

– Sergio, ¿cuántas víctimas llevas ya este mes?, no ganamos para fianzas, acabarás pudriéndote en la touche. Ven aquí y prométeme que…

Al final del partido estaban todos tan contentos y tan sucios, que hubieran hecho falta cuchillos bien afilados para quitarles esa rémora de fondos de mar.

 

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