Pulgarcito y el malvado ogro XXII – Crónica de los S10

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Sábado 18 de mayo.

El día era un día de primavera. Y la hora era una hora de la mañana. Sentados en el muelle, esperando a que llegasen los demás, para irse juntos al rompeolas, Juanito y Chino jugaban a las tabas. El muelle de piedra desgastado por la mano y el culo de las personas, fue antaño pretil frío, asiento y descanso para la gente que venía a ver los partidos, en una época que se nos antoja hoy lejana y maravillosa. Cuando ya fueron número suficiente, los chicos se dirigieron al rompeolas. Al cabo de diez minutos ya se divisaba el submarino, imponente, majestuoso, poblado de herrumbre. Y algunos apretaron el paso, y otros echaron a correr para ser los primeros en zambullirse en las frías aguas del puerto…

Y tras el chapuzón y la travesía a nado hasta la mole de hierros, nada era comparable en alegría, en euritmia, en gracia de impulsos, a los juegos con el balón. Los chicos pasaban como nubes en el agua, pajaritos ensopados cuando la vida seguía en primavera. Por un momento, justo antes del pitido inicial el tiempo se detuvo, la luz se comportaba como una revelación de cada día y los chicos tenían los ojos muy abiertos y alegres con el mismo color del cielo al amanecer. Chino caminaba en medio de un halo de alborozo, como parte del mismo sortilegio, con una mirada traviesa color del caramelo en reposo, parecía de diamante reemplazado por culos verdes de botella. En cambio Juanito era esa mañana un cuerpo que carecía de peso, con ojos encarnizados en el mismo rostro delicado, pero sin ninguna ternura, arrastraba una tristeza oriental. Cuando en el primer encuentro tuvieron que penar en la banda, por no avisar de su asistencia, los dos quedaron solos en la penumbra de la desilusión, mientras a su alrededor todo eran fogonazos mudos de película.

A pesar de un tenue rumor de fiesta, aquello era encrucijada de majaderos, corral de sacrificios, matancera plebeya, dulce escabechina, apremio desgarrador entre los encajes de hierro de la melé y los inicios de una jugada de antemano perdida. Lejos de aderezar la estrategia con buenas trompadas, maules de arrebol, largos pases, carreras plenas en el buen sentido del juego, o una chistera alumbrada de magia; jugadores errantes, pasados de tragos lanzaban boñigas al aire, esperando recoger sin esfuerzo una dorada recompensa.

Cuando les tocó el turno a Juanito y Chino salieron en estampida, como si de pronto hubiesen recobrado la libertad. Chino subió en presión desesperada y atrapó de un zarpazo, casi por descuido, a un incauto contrario. Forcejeo con él abrazado a su cintura, el furor le salía a borbotones, casi contra su voluntad. Después de un buen rato estaba sin aliento de tanto luchar y escapó para respirar, el contrario quedó en el suelo hecho un saco de desperdicios. Instalado como para vivir muchos años en el ala izquierda, Juanito, que tenía aquella mañana mal carácter pero entrañas tiernas, esperaba su oportunidad para despachar algún enemigo agitado como su amigo Chino. Pero en vez de lanzarse a la cochinería, esperaba y esperaba, hasta que estuvo a punto de que se le cayeran los ánimos, y tuviera que pelear con sus propias miserias. Aunque el que espera desespera, se desvaneció la bruma y pegado a la cal apareció un corredor que nunca se había cruzado con nadie. Juanito no le dio ni tiempo a que se arrancase en una bronca; lo encuadró, aceleró la carrera, agachó el tronco, acortó los pasos antes del impacto y maniato a su contrincante. Este quedó en la hierba eléctrica inerme, inerte, cadáver, cabeza cascos y menudos, deshecho de tienta.

Ya el partido en los puros huesos, con las cabezas agrietadas por un amor contrariado, los chicos descubren sin sorpresa los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de conocer; y sienten que el gozo de jugar va siempre aparejado al sentimiento trágico de la vida…

 

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